Sin el Muro de Berlín, camino a Polonia






A 30 años de la reunificación alemana.

Al  decidir regresar a Berlín sin el Muro, mi esposo y yo, quisimos volver para ver lo que había quedado.

A la mayor parte la habían destruido, hecho boquetes, robado partes como recuerdo, en fin resabios de su nefasta existencia.

Las pinturas que quedaron estaban desintegradas y las inscripciones debían ser asociadas con mucha imaginación.

En parte habían quedado como monumentos y en parte como vías de caminos de acceso hacia el otro lado. En Berlín Oriental los edificios más importantes y los nuevos totalitarios como la Casa del Pueblo que había sido clausurada por haber sido construida con asbesto, material muy tóxico.

Cruzamos las grandes avenidas, a los monobloques sin jardines ya les estaban colocando parches de color para reavivarlos. Los negocios seguían desbastecidos y muchos Rada mostraban al rojo vivo el culto al subdesarrollo ante la tecnología alemana automotriz mundialmente codiciada.

Así, como gladiadores entre tanta piedra y vieja-nueva Berlín seguimos viaje a Polonia que queda a sólo 60 Km.

Para dormir paramos en la ciudad de Cotbus, que conservaba los vicios  del comunismo. En el hotel, las instrucciones dentro de una habitación más parecida a la de un monobloque estatal que la de un hotel, pasamos la noche.

En realidad yo me acosté vestida porque no me gustaron ni las sábanas ni la frazada, ni la cortina de baño, ni la tabla del inodoro, ni las toallas ni las advertencias de no recibir gente extraña en la pieza, ni el usar máquinas de escribir y afeitadoras  eléctricas, etc. Todo un clima que había quedado de 70 años de dictadura.

Y fue para mí esa noche la reafirmación de lo que se hablaba en mi casa de soltera sobre lo que había padecido mi familia que había en Ucrania,  detrás de Cortina la de Hierro.

Al día siguiente seguimos viaje con el coche Oppel automático que habíamos alquilado. En el camino ni bien pasamos la frontera polaca vimos miles de personas que salían a la vera del camino a ofrecernos desde frutilla hasta sombreros zorro y sus colas hasta el infaltable chorizo polaco.

Los campesinos tenían prendido fuego, a un costado unas salchichas finitas y largas y una balanza con pesas. La costumbre es que el consumidor debe elegirla cruda luego es pesada y al ser asadas quedaban reducidas.

En una palabra no era un buen negocio para comer porque se las pagaban el doble y se comía la mitad.

Así la ruta era un mercado persa. Una ocasión para ejercer el libre comercio sin control estatal.

Al fin llegamos a Cracovia donde nos quedamos dos días. Bella ciudad de aire imperial austro-húngaro en decadencia. Entre las visitas hicimos la de rigor a la comunidad judía y a su templo.

Cuando estacionamos dos judíos que nos miraban se acercaron al coche y en ídish uno le dijo al otro: -“Er is a milloner”-.  Eran los custodios de un viejísimo cementerio del siglo XVI y nos pidieron una contribución para ayudar a la comunidad empobrecida.

El Holocausto había aniquilado a la más importante comunidad judía de Europa Oriental que había contado con más de 3.000.000 de almas y sólo quedaban unos pocos miles.

Nos dirigimos luego a Bavel, ex capital de Polonia de los reyes. Subimos al castillo para conocer el poderío real.

En una boutique de souvenirs hurgando encontramos un libro  sobre la historia de los judíos de Cracovia y lo compramos.

Tuvimos mucha suerte porque tenía un mapa en el que estaba ubicado el gueto. Con el libro en mano nos orientamos, ya que por ese entonces casi nadie hablaba inglés.

Veía por primera vez lo que fue un hacinamiento obligado y sus fronteras por haber sido judíos. Reproducciones de láminas mostraban un ayer de bullicio y mercado, de Yeshivot y festividades, de racionamientos y razzias. De estrellas amarillas en brazaletes y pechos y de una realidad de hogares habitados por fantasmas. Casas abandonadas, calles con nombres judíos trazaban el gueto y una puerta abierta me invitó a entrar.

Besé el hueco de una mezuzá, arrancada, me di el permiso de abrir aún más esa puerta y subí una escalera llena de polvo y de telas de araña que danzaban ante mi presencia.

Había quedado el vacío de una huida, de una despedida sin rehabilitar. Igual que como la habían dejado, así la encontré. En memoria de los ausentes imaginé cómo habían vivido y con pena bajé a úllika, (calle en polaco), Estercika.

Una vieja que pasaba se detuvo y al mirarnos con escupió al suelo y en polaco dijo: -“ Judíos”-.

En este clima pre-Osciswicim-Auschuiz  a 60 Km. de Cracovia también sumé ese libro a los de Berlín y sentí que éramos -“Millonern” – como lo habían catalogado a mi esposo.

Y puse flores en la pira de cenizas en memoria familiares asesinados y nefastos campos que quedan como testimonio de la barbarie nazi.

De regreso a la Argentina lo primero que hice fue ir a nuestra biblioteca para guardar los libros que había comprado sobre el Muro y los que habíamos conseguido de los judíos polacos.

Los puse juntos porque el comunismo y el nazismo representan dos caras de la misma moneda del antisemitismo y la dictadura, y entre ambos, coloqué el trozo de Muro que había recogido para poder escribir estas vivencias.

Martha Wolff

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