Oliver Sacks, un psiquiatra de la Haskalá del siglo XX









Oliver Sacks

Escribir es el arte de colocar letra tras letra, combinar las palabras y permutarlas para generar sentido y vida. Esta es la tradición más ancestral del judaísmo y la que orienta la producción científica y la forma de vida del gran psiquiatra ilustrado del siglo XX.

La Haskalá fue el movimiento ilustrado de la comunidad judía europea de los siglo XVIII y XIX, claramente vinculado con los valores del llamado Siglo de las Luces, como el racionalismo, el optimismo, el laicismo y el convencimiento de que el conocimiento puede transformar el mundo.

Oliver Sacks (1933-2015), psiquiatra, neurólogo y escritor nacido en el Reino Unido, en el seno de una familia judía, fue un humanista, ilustrado y romántico, que, a diferencia de los ilustrados que gestaron sus ideas caminando, puso en marcha su compleja y creativa actividad neuronal montado en su moto. Gracias a la relación que mantuvo toda su vida con la escritura -que él mismo caracterizó como frenética-, el psiquiatra logró desarrollar una obra prolija que recogió infinidad de casos clínicos narrados con la fina pluma de un gran lector de literatura y de síntomas. Porque nadie mejor que Sacks para percibir y relacionar las causas multifactoriales de un síntoma.

Podríamos decir que Oliver Sacks fue un ilustrado romántico del siglo XX, porque se entregó plenamente al conocimiento y dedicó su vida al saber, siempre buscando comprender la experiencia subjetiva de sus pacientes. Sin lugar a dudas, su proyecto intelectual se basó en el conocimiento científico, pero al mismo tiempo, en su investigación y su práctica clínica, recuperó la singularidad del malestar de un enfermo y adaptó y flexibilizó el método en función de las necesidades del paciente. Y esto significa que para él, antes que enfermedades hay enfermos y antes que un diagnóstico hay una escucha atenta y perspicaz, que acompaña al paciente hacia la comprensión de su propio malestar.

La fuerza vital del joven Sacks tuvo diversas vías de sublimación a lo largo de la vida, pero la más constante y persistente de ellas fue la escritura. Fue neurólogo, nadador, viajero, lector, pianista y un gran aficionado a las motos. Todas estas actividades estuvieron siempre acompañadas de la escritura. Ese chico tímido e introvertido, que desde muy temprana edad no salía de casa sin pluma y papel, murió a los 82 años y se podría decir que murió escribiendo. Durante los últimos meses de vida, además de nadar varios kilómetros diarios, escribió los últimos ensayos recogidos en el libro titulado Gratitud. Una conmovedora despedida y una gran lección de vida.

Los primeros textos que cita en su autobiografía, titulados «La última copa», representaron esfuerzos frenéticos e infructuosos, dice el mismo Sacks, de crear algún tipo de filosofía, alguna receta para vivir, alguna razón para seguir adelante. Y parece que estos fueron siempre los motivos de su escritura, solo que muy pronto dejó de mirarse a si mismo y, cautivado por los otros, por la diversidad y la singularidad de la propia vida humana, volcó sus investigaciones y sus escritos a buscar explicaciones y razones para sus pacientes.

Su práctica de la medicina y su concepción de la ciencia y la salud mental conforman el compendio humanista de un hombre sabio, y en esa medida, su obra puede constituirse en una brújula que orienta la investigación y la producción científica de nuestro nuevo siglo hacia prácticas basadas en el respeto a la libertad y la dignidad humanas.

Hemos de recordar que desde la Antigüedad hasta nuestros días, el humanismo nunca ha tenido una identidad monolítica, exclusiva de un área del conocimiento, de un credo o de una ideología. Por el contrario, el humanismo ha tenido múltiples pertenencias según el contexto y el momento histórico. Entre toda esa multiplicidad de manifestaciones, existe un común denominador, que consiste en anteponer lo humano sobre cualquier otro interés científico, social, económico o ideológico.

El interés por lo humano se traduce en interés por el sujeto, su singularidad, su memoria histórica y sus creaciones culturales y artísticas. Se trata de un interés que no puede desvincularse de las formas de conocimiento, ni de los métodos y las estrategias que se utilizan con dicho propósito. No cualquier práctica científica, por más bienintencionada que parezca, puede ser considerada humanista, ni cualquier concepción sobre la salud y la enfermedad, coincide sin más con una práctica clínica humanista.

El humanismo que Sacks representa está hecho de un saber que incorpora la anatomía, la bioquímica y fisiología, tanto como la literatura, la música y la escritura: mezcla que le permite desarrollar una asombrosa sensibilidad para captar lo vivo.

Su mirada logra penetrar en la complejidad de la singularidad y comprender algo más sobre la subjetividad del ser humano. Oliver nació y creció dentro de una familia judía culta. Desde pequeño se alimentó de la creación humana de todos los tiempos y esto le permitió convertirse en un gran lector, un gran narrador y un apasionado de la música, que además de tocar el piano, incorporó su sensibilidad musical para comunicarse con sus pacientes —es decir, para lograr con ella una comunicación terapéutica.

Las constantes y sutiles referencias a los clásicos de la literatura y de la música que aparecen a lo largo de toda su obra no sirven solo como referencia erudita, sino como una exquisita dosis de sabiduría que ensancha la óptica a través de la cual observa, comprende y trata el sufrimiento de cada uno de sus pacientes.

Sacks reconoce los peligros de una ciencia que evita lo relacionado con lo particular y singular y que se hace exclusivamente abstracta y estadística. El cerebro no puede ser concebido exclusivamente como un ordenador, olvidando que sus funciones y sus conexiones son parte de una persona, de una vida, de una historia. Por eso Sacks trabaja con historias clínicas.

Fue Hipócrates, explica Sacks, quien introdujo el concepto histórico de enfermedad y de historial clínico, pero no fue sino hasta el siglo XIX que proliferó la tradición de relatos clínicos con un gran contenido humano. Es Aleksander Luria, el gran neurólogo ruso, quien desarrolla toda una tradición que busca comprender la relación entre los mecanismos neuronales y la vida, entre los procesos fisiológicos y la biografía. Aunque más adelante dicha tradición se ve sustituida casi completamente por una neurología impersonal, Sacks continúa desarrollándola. Fue el mismo Luria quien en una de las últimas cartas que le envía a Sacks, lo insta a escribir sobre esos casos que hablan de la vida real, como lo son la imaginación, la memoria y la percepción.

Su gran curiosidad, su insaciable deseo de escudriñar la mente, el amor por la naturaleza y su admiración hacia el ser humano, así como su capacidad para devolverle al paciente una imagen digna incluso de su propia enfermedad, que él concibe como una forma particular de vivir, constituyen los pilares del quehacer humanista de Sacks.

El libro con el que se hizo famoso lleva el título de uno de los casos clínicos que en él se presentan: El hombre que confundió a su mujer con un sombrero. Es la historia del doctor P., un profesor de música con un oído prodigioso. Un hombre culto, con gran sentido del humor, a quien en sus ratos libres también le gusta pintar. Últimamente parece que a lo largo del día comete pequeños y extraños errores, a los que él no les da mucha importancia. Confunde a sus alumnos con objetos que se encuentra a su camino en los pasillos de la Universidad, saluda a los extintores e, incluso, en una ocasión, al despedirse del doctor Sacks, cogió la cabeza de su mujer y tiró de ella, como si fuera el sombrero que cuelga del perchero. El problema no es de la vista, es neuronal: se trata de un tipo de agnosia visual, en la que el doctor P. ve perfectamente el objeto, pero no siempre es capaz de interpretar, describir o reconocer lo que está viendo. Los diversos estadios por los que ha pasado tanto su agudeza auditiva, como su estilo pictórico, no son sólo una evolución artística, sino que representan la evolución de su patología. Como en la mayoría de sus casos clínicos, Sacks procura que el paciente encuentre y desarrolle su propia terapia, así que las palabras que dirige al doctor P. son claras y elocuentes: «Si la música ha sido hasta ese momento el centro de su vida, conviértala ahora en la totalidad«.

Su obra fue prolija, en la mayoría de sus libros Sacks se dedica a narrar casos clínicos, historiales de pacientes con enfermedades neurológicas que él aborda desde su peculiar forma de comprender la enfermedad. “El estudio de la enfermedad -escribe Sacks en Un antropólogo en Marte– exige al médico el estudio de la identidad, de los mundos interiores que los pacientes crean bajo el acicate de la enfermedad”. Es esa forma peculiar de concebir la salud y la enfermedad, que le devuelve la dignidad a los pacientes y les permite recuperar espacios de libertad incluso para generar sus propias terapias, por lo que el doctor Oliver Sacks pasará a la historia no solo como un gran neurólogo, sino como una gran humanista ilustrado.

Sacks fue el menor de cuatro hijos de una pareja de médicos ingleses judíos. La madre fue la primera mujer cirujana de Inglaterra, y el padre, médico general con una profunda vocación de servicio. Aunque Oliver siempre compartió con ellos su interés por la medicina y la química, tuvo que huir hacia Estados Unidos para librarse del ambiente conservador de su ciudad y de su familia. En sus memorias nos explica el cruel rechazo de su madre ante su sexualidad.

En la distancia, Sacks experimentó el infierno de la soledad y la depresión, probablemente, como él mismo explica en su autobiografía, intentando comprender su propia sexualidad. Ese profundo dolor lo llevó a arrojarse a los brazos de las anfetaminas, adicción que logró superar gracias a la gran pasión que sentía por su profesión y al inicio de su largo proceso psicoanalítico. De esta manera Sacks pudo entregarse de lleno al trabajo que, a partir de ese momento y a lo largo de toda su vida, desarrolló con una especial sensibilidad hacia el sufrimiento ajeno. Con el tiempo, la relación con sus padres llegó a ser amable e incluso logró conquistar espacios de comunicación, al menos alrededor de la cuestión científica.

Cuando en 2014, los médicos le informaron que el cáncer había hecho metástasis y que le quedaban pocos meses de vida. Sacks escribió De mi propia vida, título inspirado en las últimas palabras de uno de sus filósofos preferidos, David Hume. El ensayo de Sacks, que fue publicado en The New York Times mientras él entraba en quirófano para un tratamiento que le concedería unos meses más de vida activa, corrió por las redes sociales conmoviendo a miles o millones de lectores que a partir de ese momento lo acompañamos paso a paso hasta el día de su muerte. «No voy a fingir que no estoy asustado -dice el texto- pero mi sentimiento predominante es el de gratitud. He amado y he sido amado; he recibido mucho y he dado algo a cambio; he leído y viajado, he pensado y escrito. He mantenido un diálogo con el mundo, ese diálogo especial que mantienen los escritores y los lectores. Por encima de todo, he sido un ser sintiente, un animal pensante en este hermoso planeta, y eso, en sí mismo, ha sido ya un enorme privilegio y una aventura».

Este viejo judío ateo, como él mismo se llama, tiene clara conciencia de su identidad como una realidad temporal y discontinua. Dos semanas antes de morir, escribe un texto más íntimo que se titula “Sabbat”. Este ensayo es su despedida de la vida, su despedida como judío no religioso, que a fin de cuentas representa la reconciliación con la madre y con la paz del sabbat. «Me descubro pensando en el sabbat, el día de descanso, el séptimo día de la semana, y quizá también el séptimo día de la propia vida, cuando tienes la sensación de que tu obra está terminada y de que, con la conciencia tranquila, puedes descansar.»

Dra. Julieta Piastro 

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