11
de septiembre de 2001. Terroristas islámicos secuestran y estrellan
cuatro aviones de pasajeros. Miles de muertos. Estados Unidos cierra su
espacio aéreo. Cientos de vuelos intercontinentales no pueden llegar a
su destino y se derivan a Canadá. Fue la operación “Yellow Ribbon”.
Más
de 500 vuelos trasatlánticos y 90 transpacíficos estaban en el aire en
el momento del cierre. 238 de ellos habían superado el punto de no
retorno y no podían regresar a Europa. Sólo tenían una opción: aterrizar
en Canadá.
Las autoridades aéreas de Canadá se
encontraron con casi 250 aviones de fuselaje ancho que debían
aterrizar, de ser posible, lejos de las grandes ciudades, porque ellas
también podían ser objetivos terroristas.
No
sólo se trataba de hacerlos aterrizar: ningún avión podía despegar
después, puesto que el espacio aéreo canadiense también se había cerrado
para todos los aviones civiles antes de la hora de comer.
Había que hacerse cargo de toda esa gente: más de cuarenta mil pasajeros.
Se
decidió que los aeropuertos de Halifax y Gander recibieran la mayoría
de los vuelos trasatlánticos. 47 llegaron a la ciudad de Halifax,
capital de Nueva Escocia; 38 a Gander. Halifax es una ciudad de 400.000
habitantes, pero Gander ni siquiera llegaba a los 10.000.
Gander
tenía un aeropuerto internacional capaz de recibir aviones de fuselaje
ancho porque fue parada obligada para recargar combustible de los vuelos
desde Europa hasta los años setenta, cuando los aviones tenían menos
autonomía. Pero en 2001 era un aeropuerto regional pequeñito..
Pero entonces sucedió lo que sucedió y Gander se convirtió en el destino obligado de docenas de aviones.
38
aviones de fuselaje ancho, incluidos varios Boeing 747 más grandes que
la propia terminal, aterrizaron en Gander en las seis horas posteriores
al cierre del espacio aéreo estadounidense. Seis mil setecientas
personas aterrizaron en un pueblo de diez mil habitantes.
El
número total de habitaciones de hotel disponibles en Gander y en
setenta y cinco kilómetros a la redonda no llegaba a 500. Faltaban unas
tres mil habitaciones, más o menos.
Las autoridades,
desbordadas por la situación, pidieron ayuda por la radio. Y la
recibieron: miles de personas de Gander y de todos los pueblos de
alrededor dejaron todo lo que estaban haciendo y se lanzaron a ayudar.
El
impacto emocional de las imágenes de las Torres Gemelas cayendo había
sido tan devastador que cuando la población recibió la noticia de que
había víctimas colaterales de los atentados esperando a ser ayudadas, no
tuvieron la menor duda de qué hacer.
En los
aviones la situación era dramática. No sólo habían aterrizado en un
pueblo en mitad de la nada de la isla de Terranova, sino que en muchos
casos ni siquiera sabían por qué. Y peor aún: no podían bajar de los
aviones, ni pudieron hacerlo durante más de 24 horas.
Cuando
bajaron, agotados física y mentalmente, recibieron además la noticia de
que tendrían que permanecer al menos 48 horas más en aquel lugar, hasta
que el espacio aéreo se abriera de nuevo.
El panorama era muy oscuro. Hasta que llegó la gente de Gander.
La
gente del avión ("plane people", en palabras de los habitantes de
Gander) no tenía nada. Su equipaje estaba en el avión y allí seguiría.
Dos días de tensión y terror sin ducharse, y ni siquiera batería en el
celular. Eran, básicamente, unos refugiados
Y
entonces llegó la gente de Gander. Mil familias abrieron sus casas para
acoger a más de tres mil personas, a las que además surtieron de todo lo
necesario.
Varios miles de personas más
donaron ropa, productos de higiene personal, comida o pañales tras la
petición de una estación de radio.
La compañía de teléfonos
instaló dos docenas de aparatos gratuítos para que los desesperados
pasajeros pudieran hablar con sus familias. Los colegios cerraron para
habilitar sus instalaciones como dormitorios.
Cientos
de personas llegaron desde todos los pueblos de la región cargadas con
bocadillos preparados por ellos mismos, comida precocinada, botellas de
agua y todo lo que se les ocurrió que podría hacerles falta a la gente
de los aviones.
Las necesidades básicas de los
refugiados de los aviones fueron cubiertas por ciudadanos y comerciantes
locales. Pero no se quedaron ahí. Los primeros pasajeros tardaron tres
días en marcharse. En esos tres días sus anfitriones hicieron que se
sintieran como en casa.
Se llevaron a sus
invitados de excursión a conocer la isla de Terranova, les acompañaron a
la iglesia, les ayudaron a comunicarse con sus seres queridos y
trataron como si fueran uno más de la familia a perfectos desconocidos, a
los que quizás nunca volverían a ver.
Enfermeros
y médicos se presentaron voluntarios para cuidar de las mujeres
embarazadas. Se buscaron intérpretes par los pasajeros que no sabían
inglés.
Cuando los pasajeros volvieron a sus
aviones una vez abierto el espacio aéreo se contaban unos a otros sus
experiencias como si estuvieran hablando de unas vacaciones.
Amistades
eternas se forjaron en aquellos días en los que una ciudad se volcó con
miles de desconocidos. En agradecimiento, uno de los pasajeros abrió un
fondo para pagar la universidad de los estudiantes de Gander. Esperaba
recaudar miles de dólares. ¡Recaudó millón y medio de dólares
procedentes de los agradecidos pasajeros!
Gander
se ganó un hueco en la historia, pero sobre todo en los corazones de
todos aquellos desplazados que se vieron atrapados por la sinrazón
terrorista en un pueblo a miles de kilómetros de sus casas.
Gander, ese día, fue un símbolo del bien.
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