Vivimos
en entornos en constante cambio y necesitamos soluciones creativas para
ajustarnos y adaptarnos a la incertidumbre. ¿Cómo pilota nuestro
cerebro por los equívocos de lo incierto? El teorema de la inferencia
bayesiana, ideado por el teólogo y matemático inglés Thomas Bayes y
publicado póstumamente en 1763 —que se ha convertido en uno de los
principios fundamentales de la ciencia cognitiva moderna—, lo explica.
“Cualquier sistema biológico que resista la tendencia al desorden se
adherirá a él”, señala el doctor Karl Friston, especialista en
neurociencias de la University College en Londres y principal defensor
de la idea de que nuestro cerebro es un órgano estadístico de inferencia
que opera bajo el principio de probabilidad bayesiano.
Según Friston,
“el cerebro, al tratar de anticipar lo que la próxima ola de sensaciones
le comunicará, constantemente hace inferencias y actualiza sus
creencias en función de lo que le transmiten los sentidos e intenta
minimizar las señales de error de predicción y previene la sorpresa.
Literalmente, es un órgano fantástico en el sentido de que genera
hipótesis y fantasías que le son apropiadas para tratar de explicar los
innumerables patrones y el flujo de información sensorial que está
recibiendo”.
Sin
embargo, no siempre podemos resolver la incertidumbre mediante la
reconstrucción de un modelo interno del mundo. Los efectos dañinos de
las respuestas a la incertidumbre no siempre pueden resolverse mediante
una actualización bayesiana exitosa. Ahí radica la amenaza de la
incertidumbre. En tal caso, uno no sabe realmente lo que siente, no sabe
quién es o si es alguien. El psicoanalista Thomas Ogden propone que,
contra el terror de no saber, elaboramos alternativas ilusorias capaces
de generar pensamientos, deseos y miedos, que se sienten como propios,
para protegernos contra el miedo. Sin esta ilusión, uno se sentiría
intolerablemente expuesto ante la incertidumbre que desequilibra el
núcleo del ser.
A pesar de que estas alternativas constituyen una
defensa efectiva, lo que uno siente aleja aún más a la persona de sí
misma —en tal situación se requiere de ayuda externa—.
Ahí,
donde no nos es posible aplicar la lógica de la razón y las palabras no
pueden nombrar lo incierto, aflora lo siniestro —lo extraño en lo
familiar—. Como una pintura cubista, que nos desconcierta y nos atrae, y
da cuenta de nuestros temores. Sigmund Freud le dedica un ensayo a lo
siniestro, en el que lo define como un saber inconsciente y lo asocia
con la extrañeza en nosotros mismos. El psicoanalista Christopher
Bollas lo describe como lo no pensado conocido. Aquello que sabemos,
pero que se mantiene en algún nivel fuera de nuestra conciencia. A pesar
de que no lo podemos expresar con palabras, se manifiesta en nuestras
emociones, como ocurre con los recuerdos viscerales de interacciones con
nuestros padres o cuidadores, que dan forma a quienes somos y definen
nuestra respuesta a la incertidumbre en la vida adulta.
En
los setenta, la doctora Mary Ainsworth, pionera en la teoría del apego,
concibió la situación del extraño para estudiar la relación entre las
conductas de apego y de exploración en bebés bajo condiciones en las que
confrontan a un desconocido. El experimento consiste en una serie de
episodios, que duran pocos minutos cada uno, mediante los cuales se
introduce, separa y reúne a una mujer, su hijo y un desconocido.
Ainsworth observó que el bebé utiliza a la madre como una base segura
para la exploración y, por otro lado, que la percepción de amenaza hacía
desaparecer las conductas exploratorias. Su experimento confirma que
los niños con apegos estables y predecibles afrontan mejor la
incertidumbre.
La
reacomodación de nuestros límites y fronteras, en el mejor de los
casos, estimula estados inéditos y creativos. Al permitirnos la
familiaridad con lo desconocido, la mente receptiva puede jugar. El
juego entendido de esta manera, dice el psicoanalista Donald Winnicott,
es un acto espontáneo. Es una experiencia emocional que se vive en el
presente. Una creatividad potencial depende de la posibilidad de
interrogarnos ¿por qué estamos donde estamos? En su ensayo No saber y
avanzar, el escritor Javier Marías apunta: “Es más, a menudo tengo la
sensación de que no sé escribir novelas, y sin embargo ahí están, al
cabo del tiempo, terminadas, publicadas y más o menos legibles”. Y
concluye: “Quizá por eso abrigo esa fuerte, creciente sensación de no
saber cómo se hace una novela. Porque no saber, no saber, y sin embargo
avanzar, es el único verdadero refugio de lo indeterminado”.
David Dorenbaum es psiquiatra y psicoanalista
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